Ahora, mientras un cambio en el sistema político parece tornarse una de las principales demandas sociales en nuestro país, nos encontramos de cara nuevamente con unas elecciones. Y es así que parece oportuno abordar una pequeña reflexión sobre los orígenes de nuestro sistema electoral, sus causas y consecuencias.
Sistemas de elección hay muchos, y si bien cada uno tiene sus fallos inherentes, es sabido que todos los partidos pueden ganar con algún método. No caigamos en falacias, ni existe el método matemáticamente perfecto, exactamente justo, ni en política hay hueco para el azar.
Por supuesto, no pueden desvincularse las decisiones políticas de los intereses de los partidos y del bagaje histórico de un país. La Transición española y los constituyentes que se encargaron de dotarnos de una Norma Fundamental, tenían y tienen hoy intereses y preferencias y la intención de obtener rédito político de sus actuaciones. La combinación de determinados elementos, como son la magnitud de las circunscripciones -al establecerse la provincia como única circunscripción posible-, la fórmula electoral -regla d’Hont-, la desviación del prorrateo para la asignación de escaños y el umbral legal mínimo, ha beneficiado particularmente a ciertos partidos frente a otros que, como no puede ser de otra manera, han dejado de obtener lo que otros sí ganan.
Esto así porque, como ha sido harto estudiando por la ciencia política española, nuestro sistema electoral adolece a la vez de un sesgo mayoritario y conservador. Todo ello hace que no sea casual la realidad de que, por una parte, la configuración sistémica sirvió en su momento para favorecer particularmente a UCD, y por otra, este sistema se haya institucionalizado y perdurado excepcionalmente en el tiempo.
Tres décadas y pico más tarde, la opinión pública empieza a cansarse de la sobrerrepresentación de los partidos mayoritarios y sobre todo los de cierta tendencia ideológica, y sus consecuencias: el bipartidismo, el voto útil, la ausencia de alternativas, la imposibilidad de prosperar partidos minoritarios, y un largo etcétera.
Y es que la ausencia de fragmentación política quizá está bien para una democracia joven, que necesita legitimación, pero acaba por perder el sentido en la realidad actual. La mayor dificultad parece consistir en forzar el cambio de una situación estable cuando quien en cuyas manos está, no tiene motivación alguna para hacerlo.
Sin embargo, como parece que Fukuyama y su fin de la historia no acabarán por llegar, por suerte, al menos de momento, habrá que estar a lo que toca: renovarse, o morir.